20 diciembre 2010

El tango


Luna nocturna en el cielo anunció la llegada de tu espléndido cuerpo que entrando por la puerta del bar, donde yo ahogaba mis penas, se iluminaba con los rayos escurridizos del astro de la noche.

Sin más que decir olvidé hasta el trago amargo que tenía en mano cuando tus ojos se encontraron con los míos.

Me paré de mi asiento de madera que había sido mi apoyo por las últimas dos horas. Ignoré súbitamente lo que el cantinero, amigo de mis peores tiempos, me decía sobre ti.

No nos quitábamos las miradas mientras nos acercábamos el uno al otro en el medio de la pista. ¡Oh mujer! Como adoro el rizar de tu cabello tambaleándose en tu hombro.

Todos los hombres te veían acercarte sigilosamente hacía mi ser, quizá intuían que me conocías desde el antaño de nuestras vidas. Realmente nunca supieron que el placer de disfrutarte bajo la sensualidad de melodías ambiguas me la concediste con tu mirar esa misma noche.

Musa divina de mis deseos más pétreos y desvanecidos, ¡Cuánto esperé por ti! Sirena de mis siete mares, tu pecho es la gloria de la monja que ora a su Dios, tu sonrisa es la caricia de un pueril ser que ilumina la habitación; ¡Cuántas ansías tengo de ti! ¡Cuánta sed de ti!

Al fin nos encontramos a mitad de pista; la minimalista orquesta sin más comenzó a tocar el tango de nuestro encanto. Y eso fue el inicio para fabricar un baile frente a los ojos atónitos y sádicos de todos los que nos rodeaban. Tu mano entrelazándose con la mía, mi mano rozando el calor de tu perfecta cintura hecha por las mismas manos de los dioses quienes pusieron un poco de ellos en ti. Adoré llevar el compás de tu piel sobre el suelo, ser quien dominaba cada poro de tu cuerpo creando un sexo en el baile. Sólo eso lo hace el tango, mujer.

La sensualidad que desbordamos frente a ojos incrédulos y mandíbulas abiertas fue el goce para que la risa más pícara saliera de nuestras pupilas.

Mi escorpiana con su veneno se desbordaban sobre mí con su vestido rojo y tacones de punta patente. Dulce elixir de la vida es el calor de tu cuerpo junto al mío.

Morena de mis encantos, dulzura de mi mente, has salvado a este humilde servidor de las penumbras del olvido, haciéndole cambiar el buen vino por tus labios divinos.

Escapamos al entonar el último acorde del fuelle y a mi cama dimos a parar, con el fuego de mi chimenea encendida y el calor de nuestros cuerpos desnudos retozando sobre las sabanas de seda que ahogan nuestros pensamientos y revientan hasta el más interno deseo de nuestro cerebro que se derrama a borbotones en cada apasionado beso y roce de nuestras uñas en nuestras pieles. ¡Oh, mujer! Me has elevado de entre los muertos.

Con un cigarrillo estrecho la satisfacción que has dejado en mi cuerpo, dibujando una sonrisa en cada bocanada de humo que sale de entre mis labios.

Tú duermes abrazada a mi desnudo pecho mientras tus rulos de petróleo revisten tus pezones. Ni una sola palabra ha salido de los labios excepto para exclamar con excitación los gimoteos de nuestra lujuria encarnada por dos locos que una noche se encontraron por el destino o quizá por el tango en un bar.

Como decía mi viejo amigo Cortázar “Me basta deshacerlo todo para volver a comenzar”. Sólo cierro mis ojos y te veo de nuevo entrar por la puerta de aquel olvidado y viejo bar.