19 noviembre 2010

Así decía mi abuelo

         
Era uno de esos días en los que te levantas y no sabes a quien golpear primero, si a tu despertador por ser tan atorrante a tan temprana hora o al bendito vecino que a las cinco de la mañana sólo se le ocurre poner vallenato a todo volumen mientras llora despechado, pegando gritos porque la mujer lo dejó. Sí, un típico sábado en mi urbanización.

            Me levanto lentamente tratando de encontrar el suelo con mis pies, mientras me restriego los ojos. Mi despeinado cabello demuestra que realmente tuve una muy mala noche. Me voy a la cocina, me preparo un poco de café y me siento en el sillón negro de la sala para ver un poco de televisión, total ya el sueño se me esfumó.

            Suena el reloj de pared en la sala, las nueve de la mañana. Me doy rápidamente un baño y me voy para el supermercado a comprar algunas cosas que faltan en la casa, ¿dije algunas? Perdón, quise decir todas las cosas que faltan en mi casa. Mi nevera parece Plaza Venezuela, pura agua y luz (y a veces falla la luz). Apartamento de soltero, al fin y al cabo.

            Bajo al estacionamiento y recuerdo que olvidé las llaves del carro en la mesita de noche; me regreso a buscar las llaves, al bajar recibo la sorpresa tibia y escurridiza en mi zapato del perro de la conserje. Mi día no mejora. Por fin llego al supermercado, meto un par de cosas en el carrito y hago mi cola para pagar mientras que un insoportable niño grita sandeces hacía su madre sólo porque quiere un paquete de galletas; pobre mujer. Su aspecto no es nada atractivo. Finalmente llego a la caja y al buscar entre mis bolsillos, me doy cuenta de que dejé la cartera en la mesa cuando subí a buscar las llaves. ¡Perfecto! ¡Simplemente perfecto!

Ya arrecho, me regreso a mi casa, con hambre y una pronta úlcera en mi estómago. Cuando llego a mi casa encuentro que la tubería del baño se había roto e inundaba completamente mi hogar de cuatro simples paredes. Ya en este punto cualquiera se habría puesto a llorar pero ¡que va! Macho que se respeta, no llora... (Aunque no me faltaba poco). Después de una profunda limpieza a mi departamento, se me ocurrió llamarla a ella, si, ella de seguro me alegraría el día.

- ¿Aló? - Responde ella
- Hola, guapa. ¿Cómo estás? Te llamo para saber si quieres ir al cine o a comer algo.
- ¡Claro! Me encantaría.
- ¡Perfecto! Paso por ti a las 4.

Un suspiro de alivio finalmente salió de mis entrañas mientras colgaba el teléfono. Definitivamente ella alegraría mi día y todo terminaría bien. Como decía mi abuelo: “No hay día que mal empiece que no termine bien”.

Veo el reloj, las 2:30 de la tarde. Me arreglo, me pongo perfume (su favorito) y salgo a su encuentro. El día comenzaba a tener un poco más de sentido. Sólo ella podía hacer eso. ¿Cómo lo hace? En serio.

Llego hasta la puerta de su casa, toco la corneta y no pasan 5 minutos cuando sale, hermosa como siempre. Vestida de un amarillo que resaltaba sus ojos pardos. La beso en la mejilla y sonrío. Sin más que decir nos vamos a comer. A pesar de que la comida no estuvo tan buena no me importó, ella le daba el sabor necesario a nuestro entorno. Compramos un par de entradas para el cine, un combo de cotufa y dos refrescos. Disfrutamos de una de esas películas para mujeres que no me atrae mucho pero bueno, el punto es consentirla y complacerla.

Aproximadamente a las 8pm ya estábamos saliendo del cine. Le pregunté si quería hacer algo más y sólo me dijo que todo había estado perfecto pero ya estaba cansada y quería ir a casa a dormir. Nos fuimos hacia el carro, como buen caballero le abrí la puerta (así me había enseñado mi papá y sé que eso le encantaba a ella). En poco tiempo nos encontrábamos en la puerta de su casa. La acompañé hasta la puerta de madera blanca con adornos en relieve que adornaban la entrada de la morada. No quería contarle que mi día fue un asco porque en ese punto realmente ya no importaba nada. Ella había mejorado mi día.

“Mi abuelo tenía razón, no hay día que mal empiece que no termine bien”. Le dije. Ella se sorprendió de mis palabras, hasta que comprendió lo que quería decirle y sólo sonrío. Esa sonrisa que ilumina hasta el lugar más oscuro del planeta. Sonreí nuevamente y antes de retirarme besé su frente y dije: “Gracias por este día, mamá”.